El concepto de pobreza energética (que se ha tratado desde innumerables puntos de vista en este blog, como por ejemplo en lo que respecta a pobreza energética de verano, sus implicaciones en la salud o sus implicaciones de género) es un claro reflejo de una realidad en la sociedad actual: la energía es, a día de hoy, imprescindible para cubrir nuestras necesidades materiales, con numerosas implicaciones en nuestra salud o en nuestra vida social o laboral.
La ausencia de acceso a la energía o tener que pagar un elevado precio por la misma pueden poner a una familia en situaciones de privación que impidan unas condiciones mínimas de habitabilidad en la vivienda o que reduzcan el importe dedicado a otras necesidades vitales (como la alimentación, la cultura o la sanidad). En este marco, cuando nos referimos a pobreza energética generalmente ésta se circunscribe al ámbito doméstico. Entendemos pobreza energética (y así lo reflejan muchas de sus definiciones, como por ejemplo la contemplada por la Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética 2019-2024), como aquel fenómeno relacionado con los suministros de energía de la vivienda.
Sin embargo, la energía no sólo permite a los hogares mantener la vivienda a una temperatura adecuada o utilizar los electrodomésticos sino que también en muchos casos también es imprescindible para cubrir las necesidades básicas de movilidad y transporte. Esa energía, tradicionalmente en forma de combustibles fósiles (y, probablemente, en los próximos años también mediante energía eléctrica) cumple la función de permitir a los miembros de los hogares acceder a sus puestos de trabajo, a sus lugares de estudio, o a la realización de tareas de reproducción social y mantenimiento de la vida (como hacer la compra, el acceso a servicios de salud o el acompañamiento a personas dependientes a sus destinos).
Esta dependencia de la energía para la movilidad deriva fundamentalmente de la forma en la que se han desarrollado y crecido nuestras ciudades. Actualmente invertimos más tiempo y dinero en nuestra movilidad que hace veinte años porque cada vez la distancia es mayor entre las zonas de residencia y los lugares de destino (laboral, de estudios, de acceso a bienes y servicios, etc.) Y lo que hace décadas eran desplazamientos a pie (o en transporte público) ahora mismo en muchos casos son desplazamientos en vehículo privado, con las implicaciones, no sólo medioambientales, sino económicas que esto tiene para las familias.
En los últimos años se ha empezado a hablar de conceptos como “exclusión social vinculada al transporte” o “pobreza energética vinculada al transporte” (transport poverty, según muchos autores anglosajones), que intentan describir y definir este fenómeno (bien hablando de sus consecuencias o de su relación con pobreza energética). La pobreza energética vinculada al transporte se podría considerar parcialmente una consecuencia de la dependencia del vehículo privado motorizado para la realización de las actividades imprescindibles de la vida cotidiana. Este fenómeno puede conllevar situaciones de exclusión de accesibilidad a determinados espacios urbanos o bien de privación y carencias derivadas de un exceso de gasto de los hogares para cubrir las necesidades de movilidad (y no pudiendo dedicar recursos económicos a otras necesidades del hogar).
Para ver la relevancia que el gasto en transporte tiene en los hogares españoles es útil una revisión de los datos presentes en la Encuesta de Presupuestos Familiares. Como se puede ver en la imagen 1, el transporte es por orden de importancia el tercer gasto de los hogares (sólo superado por la vivienda y la alimentación). Dentro de la partida presupuestaria del transporte, los combustibles fósiles suponen una tercera parte (correspondiendo otra tercera parte la compra del vehículo y el resto conceptos como el mantenimiento del vehículo o el gasto en transporte público). Si tomamos la energía total que consume un hogar dentro y fuera de la vivienda y comparamos el porcentaje gastado en energía doméstica (electricidad, gas ciudad y natural, etc.) y con el porcentaje gastado en energía para el transporte (gasolina y gasóleo) se puede comprobar que más del 50% de la energía que consumen los hogares no es dentro de la vivienda, sino fuera, para su movilidad (Imagen 2).
Partiendo de este enfoque podemos establecer que lo que se ha considerado tradicionalmente pobreza energética (a la que a partir de ahora denominaremos “pobreza energética doméstica”) y la pobreza energética vinculada al transporte tienen numerosos puntos en común y la segunda se podría considerar tanto análoga a la primera por estar derivadas ambas de una dependencia energética, como de un orden de magnitud semejante ya que ambas tienen un peso económico parecido en los presupuestos familiares.
Utilizando los criterios tradicionales de medición de la pobreza energética (es decir, considerando hogares en pobreza energética a aquellos que gastan más en combustibles que el doble de la mediana) el porcentaje de hogares que se encuentra en una situación de pobreza energética vinculada al transporte es cercano al 22% (dato obtenido del procesamiento de la EPF 2017). Por lo tanto, 1 de cada 5 hogares españoles gasta un porcentaje excesivo de su renta en combustibles fósiles para movilidad motorizada.
Estos hogares no están homogéneamente distribuidos en todo el territorio ya que, dependiendo de las características urbanas de cada zona, de la presencia o no de un adecuado transporte público y del nivel de renta de las familias, puede que haya comunidades autónomas o regiones en las que hay una mayor incidencia. Es reseñable que, normalmente en zonas urbanas densamente pobladas, nos encontremos con un gran número de hogares que pese a tener rentas relativamente bajas, su porcentaje de gasto en transporte no es elevado. Esto probablemente se deba a que puedan cubrir sus necesidades de accesibilidad mediante movilidad peatonal y/o cercanía, sin tener que hacer uso del transporte privado motorizado).
Como se puede ver por estos datos, la pobreza energética vinculada al transporte es un fenómeno a tener en cuenta, ya que afecta a un gran número de hogares españoles y porque supone, respecto al gasto en los hogares, una de las cargas más importantes para la economía familiar. Pese a tener características compartidas con la pobreza energética doméstica, siendo ambos una muestra de cómo en la sociedad actual se depende de la energía para tener acceso a derechos básicos como son una vivienda digna o el derecho a la ciudad, también hemos de reseñar que presentan diferencias. Aunque comparten una de las causas (el coste y la dependencia de la energía) algunas otras de sus causas son diferentes. En la pobreza energética doméstica se podría considerar que su origen está más ligado con la eficiencia energética de las viviendas y en la pobreza energética vinculada al transporte habría que tener en cuenta las características urbanas y la dotación de transporte público de la zona en la que residen los hogares a la hora de identificar factores causantes (o agravantes). Es por ello que es importante tener ambos fenómenos en cuenta pero aproximarse a sus soluciones considerando cuidadosamente sus particularidades y necesidades específicas.
Autora: Ana Sanz, investigadora del Departamento de Urbanística y Ordenación del Territorio de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid (UPM).